miércoles, 14 de septiembre de 2011

Cuando lloran chorretones de barro

Cuando nadie vuelve a colocar en su sitio la teja que movió el viento, inevitablemente la casa terminará cayéndose. Primero el agua empapará las vigas  hasta debilitarlas, se derrumbarán y dejarán desnudos los muros para que el tiempo, inexorable, les tire por los suelos, para que la nieve y la lluvia disuelvan los adobes y las paredes lloren chorretones de barro.




Son la estampa de los pueblos abandonados, la imagen de aquellos lugares en los que algún día sus vecinos echaron el cierre a la puerta, dijeron adiós en silencio y, sin volver la vista,  partieron a buscar una vida mejor, casi siempre en la ciudad, a veces en el pueblo de al lado.  Son los hogares que ya no cuida nadie porque ya no les sobrevive nadie, porque los vecinos que quedan son cuatro mal contados y de avanzada edad que bastante tienen con mantener cuidado el pequeño cementerio con su docena de tumbas donde se conservan, sobre el mármol, los nombres de los últimos habitantes.



En otros, al final del verano, la pila de leña cortada delata que alguien permanecerá en el lugar durante el largo y frío invierno. Alguien guardará las casas hasta el siguiente puente o hasta el verano o, quizá,  hasta las fiestas de la patrona cuando vuelvan los que no han roto con sus  raíces. Son pueblos con abuelos sin nietos. Los niños viven con sus padres en lugares con colegio y trabajo. Son pueblos con los prados sin segar o sin pacer porque ya no quedan ovejas, ni vacas, ni…; solo algún perro para hacer compañía. Pero todos conservan su iglesia, altivas, todas edificadas con piedra, algunas talladas con maestría para adornar, para sujetar aleros o enmarcar puertas. Son los edificios que perduran, que aguardan pacientemente a que regresen los fieles que se fueron y, mientras tanto, los viajeros curiosos que por esos lares disfrutan de paisajes, de atardeceres y de la luna llena.











Entre Las Tuerces, Peña la Ulaña y Peña Amaya, donde la meseta castellana  se hace Lora y los estratos de caliza se elevan dibujando colinas planas en el horizonte, pueblos como Fuenteodra, Rebolledo de Traspeña o Albacastro recuerdan otros tiempos más prósperos y más poblados, perdurando  silenciosos al paso del tiempo.



Diferente resulta  la visita a Rebolledo de la Torre porque lo primero que se oye al llegar son voces de niños. Enseguida el viajero tiene la sensación de caminar por un pueblo aún con vida. Un pueblo con fuente y abrevadero en la plaza y altanero en su arquitectura, de castillo con torre e iglesia  con pórtico de arcos y columnas, con farolas que se iluminan al caer la noche. Pero sobre todo, un pueblo de abuelos con nietos.






2 comentarios:

  1. Pedro, una pasada, eres un artista. besosss

    ResponderEliminar
  2. Me encanta ver cómo crece tu blog día a día con fotos tan bonitas y sugerentes. Un besote.

    ResponderEliminar