“¡Ayuda, compañero, ayuda!..., gritaban algunos caídos con heridas
leves pero que no podían caminar. ¡Y yo no podía hacer nada! ¡Imposible
echarles una mano! A otros les iban abatiendo hasta prácticamente aniquilar
toda la compañía. El fuego de la artillería al que nos sometieron era intenso ¡Imposible
ayudar a nadie! ¡No sé como conseguí salir vivo de allí! ¡Casi todos cayeron!”
Sin poder contener las
lágrimas, como si hubiera ocurrido ayer, así contaba José Herrera cincuenta
años después lo que vivió en el frente de Bricia. Se le apagaba la voz y se emocionaba
cada vez que revivía aquel día, mucho mas incluso que cuando recordaba la marca
que le dejó en el capote, de lado a lado de la espalda, aquella bala justo en
el momento de girarse para gritar ¡adelante! Era, sin duda, la que apuntaba certeramente
a su pecho.
Y es que, por Bricia y
Carrales, hasta la Sierra de Hijar, se extendía la línea de defensa de la
Provincia de Santander del ejército gubernamental republicano y donde iniciaron
la ofensiva del frente norte las tropas del Corpo Truppe Volontarie italiano
(Cuerpo de Tropas Voluntarias), aliados del ejercito sublevado durante la
Guerra Civil.
Concretamente por la zona de
Bricia atacaron el C.T.V. apoyados por la mitad de la 1ª brigada de Castilla. Defendían
la 48ª y 49ª división del XIV cuerpo de ejército y la 52ª del XV. Los
bombardeos de la aviación y el fuego de la artillería fue tan intenso que aniquilaron
la línea defensiva en aquella dramática jornada del 14 de agosto de 1937.
Varios pueblos ardiendo dejó
atrás José en su retirada a pie por Socillo y Cabañas de Virtus en dirección a
las Hoces de Bárcena, por donde hoy se extiende el Pantano del Ebro. Andando
regresó derrotado a su casa de Azoños donde esperaba su mujer y su hija de solo
tres años.
Volvía a emocionarse al recordar cómo, con los
pies hinchados decidió caminar descalzo y “una
mujeruca de Bárcena de Pié de Concha”, se compadeció al verle así y le
dijo: “-miliciano, espera- y me dio unas
alpargatas de su marido”- rememoraba cariñosamente.
El pasado invierno ascendí al
monte Tureña cubierto de nieve y descubrí una geografía espectacular, pero no me imaginaba que debajo de aquel manto blanco permanecían aún los restos
de trincheras y parapetos donde mi abuelo vivió aquellos momentos. Recientemente
he vuelto a esta montaña y reconocí los ruinas de muros con troneras y el
zigzag de las trincheras. Casual y perturbador descubrimiento. Ochenta años
después de aquellos sangrientos combates, sentí como se me encogía el corazón
cuando descubrí que pisaba donde tantos dieron su vida en una maldita guerra y
recordé como se le llenaban de lágrimas los ojos a mi abuelo cada vez que lo
recordaba.